La literatura plasma imágenes metafóricas en el lector a través de palabras hermosamente ordenadas. La historieta describe fonemas gráficos en la imaginación de quien sigue, cuadro a cuadro, el desarrollo de una serie de ilustraciones textualizadas. Primos hermanos por parte de madre (la narrativa), la bella arte de las letras y el noveno arte -¿menor?- se corresponden en más aspectos de lo que cualquier puritano de ideas impuras se atreve a admitir. Desde que Watchmen (1986-Moore/Gibbons), historieta de culto, auténtico parteaguas del género, ganó el prestigioso premio Hugo en 1988 en la categoría de Otras Formas de Expresión, el contar historias amalgamando letra e imagen (válgase la redundancia) abrió las mentes de quienes juraban que una imagen no dice más que mil sonidos, escritos o no. Si la literatura se sirve de curiosos dibujitos para transmitir ideas y sentimientos, ¿por qué una secuencia de trazos no habría de crear un millón de palabras en los ojos de quien la ve? La pregunta no es si la historieta es o no pseudoliteratura, como lo afirman los academicistas, sino qué tanto tiene de historieta una serie de palabras que se esfuerzan por describir una escena fija en el ente dinámico de la imaginería humana.
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