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martes, 13 de noviembre de 2007

Presentación

Sergio J. Monreal

En su acepción más general, búnker viene siendo todo reducto inexpugnable que, de manera más bien privada y excluyente, permita a un puñado de privilegiados individuos hurtarse de algún tipo de catástrofe.

Llevado a la metáfora, no cabe duda que el cómic nacional, como tantos otros ghettos perpetrados bajo la retórica y ya más bien apolillada sombra de la llamada contracultura, tiene mucho de búnker. Las respectivas demarcaciones del caso (Manga, Hentai, DC-Marvel, cartón humorístico, caricatura política, historieta “culta”) se delimitan y se repliegan sobre sí mismas con feroz intransigencia, y la patente proliferación de noveles proyectos, creadores y lectores, antes que despertar un solidario alborozo de cofrades, desata toda suerte de histéricas petulancias ante la sensación de feudo amenazado.

El medioevo neoliberal no está construyéndose en exclusiva desde la tiránica aristocracia del capital corporativo, sino también desde la actitud de aquellas franjas sociales que se oponen a él de palabra pero lo refuerzan de facto, asumiendo con servil y hasta festivo automatismo la marginación discriminatoria y tribal.

Sin negar la inquebrantable persistencia de algunas trayectorias aisladas, la pasajera consolidación de una que otra iniciativa por aquí y por allá, la terca conquista y la periódica pérdida de espacios, los incipientes tanteos organizativos, el significativo impacto que ha representado la red virtual, lo cierto es que la posición del cómic en nuestro país dista mucho de ser proporcional al interés y la adhesión que en teoría provoca, sobre todo entre los jóvenes.

El argumento de que la situación es adversa pero “hay un montón de gente haciendo cosas” debía por lo menos llamarnos a curiosidad luego de más de veinte años de repetirlo con la misma entonación entre desafiante y autojustificatoria. ¿Existen realmente condiciones más favorables, propuestas más consolidadas, reductos más amplios, obras más significativas que durante los años ochenta y noventa para los interesados en generar propuestas propias dentro de la historieta mexicana? ¿O, perpetuando la mecánica de ascensos y debacles que rige a la necesaria pero limitada cultura de la resistencia, seguimos enclaustrados (así en la formación y en la divulgación como a nivel de planteamientos estéticos propiamente dichos) en la esfera del llano sobrevivir, resignados a la automática asimilación comercial de cuanto modesto auge consigue fugazmente madurarse? ¿Realmente debe, no digamos ya alegrarnos, sino confortarnos y conformarnos que el mercado, así en la tienda especializada como en la convención en turno, le reserve un rincón a las expresiones alternativas, o que algún compatriota dibujante o guionista consiga chamba en alguna casa editora norteamericana o japonesa? ¿En serio la meta es llegar a tener a los Cuarón, Iñárritu, del Toro y Hayek de la historieta?

De ninguna manera pretendo atribuirle poderes para revertir por sí mismo semejante panorama, siquiera en nuestra ciudad, al búnker que el lector tiene entre sus manos. Sin embargo, como devoto aficionado del género y coyuntural compañero de travesía, me siento autorizado a confiar en que sus artífices se plantarán de manera generosa, comprometida y lúcida frente a él. Ya el solo hecho de que Búnker se llame así, que asuma desde su primer número una identidad que no niega posibilidades distintas pero tampoco elude medrosamente la definición de rostro propio, sugiere mucho en tal sentido. Una revista moreliana consagrada al cómic de autor y que adopta como denominación una metáfora bélica de tintes defensivos.

Pero Búnker, como toda palabra, es a la vez su significado y su sonoridad. Y esta última, referida a la vida de cuadritos, evoca de manera directa el guiño cómplice de la onomatopeya. ¡Búnker! ¡Sock! ¡Rummmble! ¡Snif! ¡Screeee! ¡Sob, sob!¡Ratatatata! ¡Blerp! ¡Clap, clap, clap! ¡Blamo! ¡Smuak! ¡Búnker! El espíritu de esa desafiante música gráfica jamás aleja. Esta hecho para aproximar los imposibles, volviendo audible lo que sólo puede verse, volviendo visible lo que sólo puede oírse. Y eso lo sabe cualquier curioso del noveno arte; tanto más aquellos empecinados en cultivarlo.

Así pues, miro, pienso y espero Búnker como onomatopéyico gancho a la complicidad. Refugio íntimo pero con la puerta abierta para toda alma dispuesta al milagro de los secretos compartidos, y a la íntima convicción de que el hombre evoluciona del mono hacia el monito.

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